jueves, 4 de noviembre de 2010

Sin nosotros, no

Mario Rodríguez Platas*
Monterrey, Nuevo León, noviembre 03 de 2010.
Cuando participo de las Marchas del Orgullo me siento pleno, libre, feliz… pero esa sensación se diluye cuando regreso a la actividad cotidiana y me enfrento a una realidad que nos es adversa a todos los participantes de ese acto libertario.
¿Por qué es tan difícil desterrar los adjetivos que nos dañan y que nos relegan a una ciudadanía de segunda?
¿Por qué las culpas, temores y prejuicios me los quieren indilgar a mí –a nosotros- como una perversa manera de exorcizar sus propios demonios?
Nosotros, los de este lado, no pedimos aceptación a fuerza ni nos victimamos para causar su lástima con el anhelo de que nos rediman de un pecado que se han inventado ellos, los otros, con la esperanza puesta en expiar sus propias culpas doctrinarias y con ello ganar indulgencias plenarias que sigan alimentando el mito de una vida mejor en otro lado, aunque en éste vivan felices a costa de los asesinados civilmente.
Hoy, sin nosotros, la patria está incompleta y de nada sirven las arengas oficiales de tolerancia, inclusión de la diversidad y otras monsergas increíbles, si en la práctica nos quieren cancelar la posibilidad de ser felices con quienes decidamos hacerlo.
Sin nosotros, no se puede hablar de un país más democrático y libre.
Sin nosotros, el discurso oficial sobre tolerancia y respeto a las diferencias es una charada creíble para quienes han puesto en práctica todo lo contrario.
Sin nosotros, el país se pierde la posibilidad de ver a los otros, a nosotros, como iguales.
Sin nosotros, la Iglesia católica se condena, convirtiéndose en el moderno sanedrín del que Cristo adjuró al violar sus propias reglas evangélicas.
Sin nosotros, no. Porque no pedimos limosna afectiva ni conmiseración absurda por lo que somos, ni luchamos por imponer nada que no sea el imperio del respeto y del amor al otro.
Como gay orgulloso, hijo de una madre amorosa y un padre excepcional (quienes desde su heterosexualidad me enseñaron a amar y respetar a los demás), les digo, les exijo a los otros que me dejen en paz con sus traumas y prejuicios, yo no los tengo hacia ellos y me duele observar el odio que les despierto y que obcecadamente se niegan a reconocer.
Odiar envilece, pero es mucho más perverso que quien lo siente hacia sus semejantes esté cubierto con ropajes rituales y asuma el derecho sacrílego de su interlocución con Dios.
Hoy, sin nosotros, no. A costa de verme intolerante, les digo a ellos a los otros, a los que me odian por ser homosexual, que no permitiré mutilaciones a mis –nuestros- derechos, porque más allá de lo que piensen, digan o hagan, mi –nuestra- felicidad radica en el reconocimiento legal y no en la apreciación subjetiva y personal de lo que gratuitamente, sin pedírselos a ellos, a los otros, quieren para mí, quieren para nosotros.
Sin nosotros, NO.
*Activista del colectivo de la diversidad sexual y promotor de los derechos humanos, sexuales y reproductivos en Monterrey, Nuevo León.

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