domingo, 18 de julio de 2010

TESTIMONIOS DE LOS HUELGUISTAS DEL SME‏


DOMINGO 16 DE MAYO DE 2010

Ugal - día 22

Nombre: Ugal Armando Salgado Jiménez

Comienzo huelga de hambre: 30 de Abril

Puesto en LyFC: Ingeniero

Edad: 34 años

El nombre de Ugal se lo inventó su abuela, que pintaba y escribía con igual facilidad. Uno de sus cuentos lo tituló “Ugal el granjero”, y así fue como nieto y nombre se encontraron. Ni pinta, ni escribe, ni es granjero: Ugal es licenciado en ingeniería mecánica-eléctrica por la UNAM, un hombre serio y recto que ha manejado sin que le tiemble el pulso equipos de más de cien trabajadores para LyFC. Doce mil pesos (unos 700 euros) mensuales a cambio de responsabilizarse del bienestar de cien personas así como de sacar adelante las instalaciones, reconexiones e incidencias de un sinnúmero de usuarios. Electricistas fueron su padre y los hermanos de su madre, así como su abuelo materno, que murió electrocutado en el pozo de una
subestación junto con su ayudante. Lo reconocieron gracias al anillo de boda. Ugal fue primero bodeguero para LyFC, y más tarde, tras acabar su licenciatura y aprobar su examen, pasó a formar parte del Grupo de Ingenieros. Fue entonces cuando sus jefes se convirtieron en sus empleados. Sin embargo, Ugal, el ingeniero, está también aquí, aguantándose el hambre y las tremendas ganas de irse a casa con su mujer y sus hijos.

Ha trabajado siete años para LyFC. Dice que poco antes del cierre tuvo como un presentimiento, un extraño sentimiento de que algo no iba bien. Ante mi asombro –porque asombra, qué duda cabe, oír hablar a un hombre serio y recto, como Ugal, ¡un ingeniero pues! de presentimientos- se apresura a explicar las bases mecánicas de su corazonada. De cómo LyFC firmó un convenio de productividad a finales de 2008, programa que la obligaba a ser más y más eficiente, para el que sin embargo los recursos nunca llegaban. Ugal, extrañado, sentía como la empresa era abocada al abismo por manos invisibles. Por un lado, se la obligaba a cumplir con férreos objetivos; por otro, el presupuesto se
encogía a pasos agigantados. Y Ugal demandaba recursos que nunca llegaban para cumplir con unos objetivos que, de no cumplirse, podían dar pie a… ¿a qué? Corazonada que, sin embargo, no impidió a Ugal dejar cuarenta mil pesos (unos 2.500 euros) de enganche para una casa en Lomas Verdes. Casa y dinero se esfumaron el diez de octubre de 2009, junto con todos los derechos asociados: acceso a la seguridad social, derecho a la salud, derecho a soñar, también, que tal vez un día su hijo de apenas un mes podrá seguir la senda de su padre, de su abuelo y de su bisabuelo. O de que lo haga su hija, que ahora tiene tres años y que cada vez que viene a verlo lo agarra con su manita e intenta arrastrarlo a la salida de la carpa –ya vámonos, papá-.

Recuerda con nostalgia su trabajo. Le gusta trabajar para cumplir con las metas que él mismo se propone. Trabajó muy duro para reducir la corrupción en su departamento. Su meta: reconexiones en un día, nuevas conexiones en tres. Entre sus tareas se encontraba la de vigilar que sus trabajadores no retrasaran deliberadamente las nuevas instalaciones eléctricas para así poder cobrar mordidas. Afirma haber logrado su objetivo principal: nuevas conexiones en tres días, ni uno más. Sabe que otros departamentos no lo consiguieron, pero no pide perdón por ello: él sí cumplió. Sabe también que como ex trabajador de LyFC está boletinado. Ninguna empresa quiere contratarlo, ni siquiera para
labores de intendencia. En el momento en que recursos humanos ve su historial del IMSS -sus siete años de trabajo para la LyFC- sabe que la entrevista ha terminado. Porque ninguna gran empresa quiere tener entre los suyos a un trabajador formado en derechos sociales y laborales. No vaya a ser que contamine al resto de trabajadores con sus pretensiones de justicia social. A eso mismo que algunos –los que mandan- le dicen privilegios.

Se halla anclado en un presente sin salida. No le está permitido avanzar, pero tampoco puede retroceder hacia aquellos tiempos en que comía con sus compañeros en la oficina, la comida traída de casa para ir ahorrando un dinerito para la soñada casita en Lomas Verdes. Como un fantasma pasan esas comidas fraternales ante sus ojos, las risas y las confidencias con sus compañeros. Y aunque nadie coma frente a los huelguistas, aunque se espante con cortesía pero con firmeza a los turistas –o no tan turistas- que se plantan ante la carpa a lamer sus helados de rompope, los huelguistas no pueden evitar las visiones –alucinaciones, casi- de vituallas sencillas, llenas ahora de un nuevo y
magnífico significado. Un significado distinto para cada quién, un recuerdo de tiempos mejores en los que el futuro existía más allá de resistir un día más.

Cuarenta días, o veinte quilos, dice Ugal con la misma determinación que cuando se proponía reducir los tiempos de instalación de su departamento. Es su nueva meta. Al contrario que otros de sus compañeros las esperanzas del ingeniero Ugal viven en el límite de lo concreto, y guarda la razonable esperanza de que sea posible acortar los eternos tiempos jurídicos para conocer el recurso del patrón sustituto, o dicho de otra forma, que todos los trabajadores de LyFC sean traspasados a la CFE junto con la empresa. Pero mientras desglosa los tecnicismos jurídicos con los que ha tenido que familiarizarse me va mostrando las láminas ilustradas de un libro: mira, esto es Reforma iluminada por
primera vez, esos son los diseños de las nuevas farolas, que imitan a las antiguas, esto es la historia de un poderoso sindicato que luchó para que los derechos sociales no fueran considerados un privilegio. No digas “luchó”, me corrige educadamente, disculpando mi error. Di mejor que lucha.

LUNES 17 DE MAYO DE 2010

Ricardo - día 23

Ricardo y su hermana Cecilia

Nombre: Ricardo Pérez Flores

Comienzo huelga de hambre: 30 de Abril

Puesto en LyFC: mecánico automotriz

Edad: 34

Creo que Ricardo no quiere que cuente su historia: tiene sus propias ideas sobre cómo manejar a los medios de comunicación que tanto daño le han causado a éste y a tantísimos otros movimientos. Los mismos medios que alegremente anuncian curiosísimos sabotajes o que juran haber visto a huelguistas atracándose con batidos de vainilla y fruta. La lluvia cae torrencialmente del cielo y se cuela por arriba y por debajo de la carpa mientras Ricardo evade con sibilina elegancia la mayor parte de mis preguntas y se las lleva hacia su propia cancha de juego, la cancha de las consignas ideológicas, de los discursos de justicia social. Tal vez no ayuda el hecho de que yo sea española y de que él conozca perfectamente los intereses de mi país en la industria eléctrica mexicana. Los blancos –me dice, mirándome directamente a los ojos, y de repente me siento muy güera-vinieron por nuestra riqueza y un día vendrán por nuestra pobreza. Es una cita de Jacinto Canek, me aclara. Y ahora, pensando de nuevo en las palabras de Ricardo, se me ocurre que quizá ello aplica a mí también, yo, que voy a robarles lo último que les queda: sus historias. Algo sin duda sobre lo que reflexionar, pero no ahora, sino más tarde, porque cada segundo que pasa corre en contra de los huelguistas en este pulso desesperado por ganarle la mano al gobierno.

A pesar de su activismo redomado y de su muy respetable desconfianza hacia los medios de comunicación en general y hacia mi persona en particular –supongo-, accede a esbozarme muy levemente su vida. Ricardo estudió en un CCH y está enormemente orgulloso de la educación que recibió. Ya desde entonces comenzó a participar en huelgas estudiantiles. Tal vez ahí, me permito conjeturar, se forjó su inquebrantable espíritu de lucha. Le tocó la licenciatura de planificación para el desarrollo agropecuario, y lógicamente –¡imagínate cómo está el campo en México! me dice- nunca pudo ejercer su verdadera profesión. Entró pues a LyFC, la empresa donde trabajaba su padre, a trabajar como
mecánico automotriz. Manejaba una de las seis grúas de la empresa y se encargaba de la reparación y el transporte de los vehículos averiados. LyFC poseía seis grúas para un parque de 3.500 vehículos. Cobraba por ello unos 8000 pesos (470 euros) al mes y soñaba con comprarse un pequeño departamento en la capital y un terreno en el campo.

El préstamo para la casa estaba ya programado para diciembre de 2009 y todo parecía ir sobre ruedas. Tenía en mente un presupuesto de unos 400.000 pesos (unos 25.000 euros) para comprarse un pequeño departamento en la ciudad, tan cerca del centro como fuera posible. Una de las ventajas de las que disfrutaban los trabajadores de LyFC era la concesión de préstamos hasta a treinta años sin interés. También eso, sin embargo, ha terminado con la súbita y apresurada extinción de la empresa. El derecho a no pagarle interés a los bancos se perdió junto con los fondos de ahorro acumulados tras quince años trabajando en la empresa. Los ojos de Ricardo brillan de indignación: él no quiere ser
presa de banco alguno. Tampoco desea que sus compañeros lo sean. Muchos de sus compañeros en huelga de hambre tienen familias que mantener. Ricardo no: por eso está aquí. Para ser el primero en predicar con el ejemplo.

Ricardo mantiene sobre sí mismo un férreo control y permanece en pie mientras el resto de huelguistas se acurruca en sillas o camastros que amenazan con convertirse en frágiles barquichuelas en cualquier momento. La lluvia arrecia y el agua va trepando por los pies de los que nos hallamos bajo la carpa. No es fácil realizar una entrevista en estas condiciones, la verdad. No es fácil estar de pie, y aún menos moverse en un remolino de actividad de aquí para allá, como lo hace Ricardo, después de dos semanas sin comer. Pero él se empeña contra viento y marea en predicar con el ejemplo. Tampoco es nuevo en estas lides: esta es su tercera huelga de hambre. Ha triplicado ya, sin embargo, sus
mejores marcas de ayuno, y muestra profundas sombras violetas bajo los ojos, aunque conserva la mente excepcionalmente lúcida. Dice que a veces se marea, pero le quita importancia. Cuenta con el inquebrantable apoyo de su familia, y eso ayuda. En efecto, al rato aparece Cecilia, su hermana, ataviada con el mandil (delantal) revolucionario del grupo de mujeres de familias en pie de lucha. También la madre de ambos pertenece al grupo de apoyo. Su símbolo es el puño del SME enarbolando un sartén y han tenido que enfrentarse, además de al consabido desinterés general, a las duras críticas de las feministas, que las increparon durante el Foro Social Mundial para que dejasen de exhibirse como amas de casa y asumieran su identidad revolucionaria. Se me ocurre que tal vez –arriesgada teoría- estas mujeres están luchando, precisamente, para poder continuar siendo amas de casas. No es el caso, sin embargo, de Cecilia. Ella, acreditada maestra de
historia, muestra, como su hermano, una férrea voluntad de lucha y sabe cómo manejarse en una entrevista.

Y luego está el terreno que Ricardo quería comprarse. Un par de hectáreas en alguna región de provincia, en Morelos, tal vez, tierra del general Zapata, o en Michoacán, donde el agua abunda. Un par de hectáreas para comenzar su proyecto agrónomo, su huerta de semilla criolla, libre de transgénicos, un lugar adónde ir los fines de semana, como hacían tantos otros trabajadores de LyFC, que se escapaban al “terri” los fines de semana para regresar el lunes de madrugada. Un lugar donde jubilarse en paz algún día y practicar la soberanía agraria. Sin querer –y soy culpable de esta grave falta de educación- el tema va mudando hacia la comida. Hacia los insípidos tomates
transgénicos de Wal-Mart, que son muy bonitos pero no saben a nada, y hacia los sabrosos tomates de Chiapas, dulcísimos, que se deshacen en la boca como magia. Por un brevísimo instante me parece que la fortaleza de Ricardo va a desmoronarse, que su coraza de revolucionario va a romperse. Por un brevísimo instante vislumbro la luz franca de su espíritu, su amor por su tierra, la increíble dificultad de lo que está haciendo, el hambre corrosiva en una lucha casi desesperada. Pero luego, rápidamente, se nos recuerda que no deberíamos estar hablando de tomates. La cruel puerta se cierra y Ricardo vuelve a estar en completo control de su ser. Fuerte, seguro de sí mismo. El revolucionario que quiere ser: aquél que predica no solo con la palabra, sino con el ejemplo.

SÁBADO 29 DE MAYO DE 2010

Rafa - día 35


Nombre: Rafael Muñiz Trejo

En huelga de hambre desde: 30 de Abril

Edad: 29 años

Puesto en LyFC: Laboratorio – protección 2

Rafa dice que a él no se le dan bien las entrevistas. Tímido y nervioso, busca con el cuidado de un coleccionista las palabras con las que describir todos los sentimientos que le embargan. A veces, en el límite de lo increíble, no logra hallarlas, y se declara rendido ante la imposibilidad de encontrar una sola palabra que describa lo que siente hacia el gobierno mexicano: no es posible, dice, no es posible. Los ciento cuatro kilos que declara haber pesado hace siete meses no se ven por ningún lado. Se han perdido junto con los planes de vida que Rafa nunca se cuestionó: hasta ahora. Ahora, en la quietud de acuario de la carpa, donde las horas son tan lentas y los únicos estímulos diarios
son la llegada de La Jornada por la mañana y la visita de la familia, amigos o novia por la tarde, Rafa tiene el tiempo que necesitaba para revisar su vida y proyectar sus sueños en las blancas paredes de plástico.

A veces, como hoy, la monotonía del hambre y de la irremediable espera se ve rota por la llegada de algún periodista. Algunos husmean en los rincones con sus cámaras de alta definición en busca de inexistentes platos de comida. “¡Escondan sus tortas!” se carcajean los famélicos electricistas ante la llegada de los grandes medios de comunicación. Temblorosos, mareados y más desmejorados a cada día que pasa, los electricistas aguantan estoicamente los despropósitos del cerco mediático que se resquebraja un poco más a cada hora que pasa. Están comprando tiempo a costa de sus órganos internos, pero no cejan en su empeño de concederles a sus compañeros un día, una hora, un minuto
más para que finalmente su despojo en particular y el saqueo de recursos energéticos en general penetre, por fin, de lleno en la agenda mediática.

Con voz cansada me habla Rafa de la España con la que -ahora que tiene tiempo- se permite soñar. Me pide que le cuente de nuestras gentes, de nuestro acento, de nuestros modos. No siempre tuvo el tiempo que ahora, por primera vez en muchos años, tiene. Sus sueños de estudiar y divertirse se le escaparon con la muerte de su padre cuando él tenía dieciocho años. El mayor de tres hermanos, Rafa abandonó entonces sus planes de estudio y entró a trabajar en LyFC para sostener a su madre y a sus dos hermanos menores. Trabajaba en los laboratorios, allí donde cada guante, cada bota y cada jirafa eran (y ahora si digo “eran” con plena consciencia y responsabilidad, pues no se sabe de nadie
que esté supliendo estas tareas vitales ahora, en el presente, en las instalaciones de la CFE o las de sus misteriosos contratistas) revisados hasta en tres veces el límite de tensión que debían soportar. Si no pasaban la prueba, serían rasgados y desechados. Tarea de su equipo era también determinar de quién era la culpa de cada falla energética: si de la empresa demandante, de LyFC o de la CFE. El oscilograma (denominado jocosamente por Rafa y sus compañeros el
chismógrafo) determinaría de quién había sido la culpa y quién, por lo tanto, debía pagar.

Una falla, cuenta Rafa, es como una gota en el agua: sus ondas y consecuencias se reflejan y dejan huellas en todo el sistema. Su tarea consistía precisamente en rastrear esas huellas y localizar el origen de la falla. No era una tarea exenta de riesgos. Dejar sin luz al ejército, por ejemplo, podía ser castigado incluso con la cárcel. No alcanza a imaginarse el mar de olas revueltas que revelaría ahora el chismógrafo. Me recomienda encarecidamente ir con cuidado al andar por las calles: en el centro
histórico, los cables subterráneos de 23000 V están por fuera, al alcance de cualquier pie desprevenido. Los transformadores se hallan cubiertos de agua y hojas secas. Y cada vez más cables cuelgan sueltos desde las líneas aéreas, balanceándose inocentes sobre las cabezas de los desprevenidos transeúntes. Si oyes un chisporroteo, un ruido extraño sobre tu cabeza, me dice, corre.

Me pide que le hable de España, de Europa. Como responsable de su familia, nunca se permitió soñar hasta ahora. Pinto para él una puesta de sol, le hablo de los larguísimos atardeceres del norte de europa, donde las puestas de sol duran hasta dos horas y amanece a las cuatro de la mañana. Con los ojos brillantes me escucha mientras el atardecer de México, violentamente tropical, se extingue rápida y luminosamente en el cielo y da paso a una noche profunda. Al fondo, distinguimos a los soldados que, desde el Palacio Nacional, vigilan el campamento del SME y las carpas colindantes que ocupan ya toda la plancha del Zócalo. Atrapados en un edificio cuyos planos correspondían originalmente al
de una cárcel, las siluetas de los soldados se recortan amenazadoras contra los barrotes que los protegen, o, según se quiera ver, los encierran.

MIÉRCOLES 2 DE JUNIO DE 2010

Cayetano - día 39


Nombre: Cayetano Cabrera Esteva

En huelga de hambre desde: 25 de Abril

Edad: 46 años

Puesto enLyFC: Ingeniería eléctrica – proyectista

Me acerco a Cayetano sorteando hileras de catres vacíos. De un día para otro pareciera que el campamento ha sido barrido por el huracán de las ausencias. Los huelguistas se levantan cada vez menos para conservar su energía y permanecen acurrucados en sus catres, los ojos cerrados, los brazos sobre el vientre para resguardarlo de los espasmos, las manos frías, la vida que irremediablemente se les escapa en un goteo continuo de minutos y horas. Solo diez huelguistas permanecen en la primera carpa, la grande, la que más he frecuentado, donde un día hubo treinta y seis hombres. Son tal vez los más fuertes, los más determinados. O los más afortunados, los que han escapado, de momento, a las
infecciones y malestares graves. ¿Afortunados? Cayetano se pregunta conmigo si es un hombre afortunado, o si, por el contrario, está marcado por la mala estrella. Ya le tocó la privatización de los ferrocarriles hace más de diez años. Ahora, y aunque parezca imposible, vuelve a enfrentarse a lo mismo: otra privatización por sorpresa. Con la diferencia de que esta vez el líder sindical no está vendido: esta vez sí podemos, dice. No sé por qué, me viene a la mente una frase que leí en el único libro de Pablo Coehlo que me gusta, El Alquimista: que
lo que acontece una vez, seguramente no se repita nunca, pero lo que ocurre dos veces ocurrirá con casi total seguridad una tercera.

Cayetano se ve muy solo en su catre. Lo rodean los catres vacíos de todos los compañeros que entraron el 25 de Abril y ya tuvieron que irse. Solo dos huelguistas del primer día permanecen en pie: Cayetano es uno de ellos. La segunda fila, la del día 26, está vacía, y la del 27 presenta cada vez más huecos. Solo la fila del 28 resiste, compactada y sin bajas entre los suyos. Observo que cuando una ausencia divide una fila el resto de huelguistas es más susceptible a marcharse. No son inmunes a la desesperación ni a la soledad. Una fila de amigos, en cambio, resiste más tiempo. Ahora, con tantos huecos, hay más espacio para sentarse y hacer entrevistas. Cayetano me ofrece la estructura
metálica del catre contiguo –vacío ya, sin ocupante ni colchón-, sobre el que ha colocado unas toallas para “sus visitas”.

Cayetano es un hombre ordenado. Tiene todas sus pertenencias cuidadosamente agrupadas en una cubeta de plástico. Sus libros están forrados para que no se estropeen. En su cartera hay un papel que indica a qué hospital debe ser llevado cuando tenga que salir del campamento. Al igual que el resto de sus compañeros, tiene su ropa cuidadosamente agrupada para facilitar los trámites a los familiares si por lo que sea debe salir de urgencias. Antes, la ropa colgaba alegremente del techo, de manera más o menos improvisada, mezclada con las camisetas de los otros compañeros. Ahora reposa pulcramente apilada en las bolsas de cada quién. Es el miedo secreto a la partida imprevista, la angustia de
una temporalidad cada vez más presente.

Cayetano es ingeniero electricista. Originario de Ixtepec, Oaxaca, le pidió permiso a su padre para realizar sus estudios en Oaxaca capital. A su padre no solo le pareció buen sino que decidió, además, enviarlo al distrito federal en vez de a Oaxaca. Aquí cursó la vocacional y más tarde Ingeniería Eléctrica. Su novia de toda la vida, una mujer delgada y de aspecto firme y decidido, lo siguió a la capital. Forman un buen equipo. Me los encontraré más tarde, agarrados de la mano, compartiendo confidencias. Ella lo contempla orgullosa: me recuerda un poco a un junco, flexible y resistente. Habla zapoteco, desde luego, el bello idioma de las nubes. Cayetano me cuenta de sus dos hijas. Lo
embarga un tremendo orgullo al hablar de ellas. Me habla de su hija mayor, recién licenciada en ingeniería eléctrica en el IPN, donde él es profesor titular por las tardes. Se licenció con excelentes calificaciones y el último día del curso, Cayetano la presentó a sus colegas: no habían sabido hasta entonces que se trataba de su hija. Me habla de su hija menor, que le confesó hace poco que prefería abandonar las ciencias para dedicarse al arte, que toca la el piano, el chelo y la batería, que tiene una banda de rock japonés y quiere estudiar literatura dramática y teatro en la UNAM. La científica y la artista ¡qué orgulloso está, cómo le brillan los ojos al pensar en ellas!

Es un hombre fuerte y moderado. Mide sus palabras y me mide a mí: desconfía de la prensa. Sé que le han hecho otras entrevistas –de hecho, acabo de leer una en Proceso- pero eso no lo ha hecho menos precavido. Sabe que las palabras pueden ser desvirtuadas fácilmente, y por ello las calibra con cuidado. Insiste en explicarme cómo se escribe la fórmula del hexafluoruro de azufre, SF₆, el seis va abajito, puntualiza, muy serio, como un profesor acostumbrado a corregir barbaridades en los exámenes de sus alumnos. Entró a LyFC hace cinco años tras aprobar el examen de una convocatoria pública, y desde entonces combinó dos trabajos: por las mañanas, de 7 a 3, delineando y proyectando
subestaciones para LyFC, y por las tardes, de 4 a 10, enseñando teoría de circuitos en el Instituto Politécnico Nacional. Está acostumbrado a dormir cuatro horas y media al día. Ahora, confiesa, se levanta ya muy tarde: a las seis de la mañana. Se asea y se sienta a asolearse unos treinta minutos, y luego regresa a sus lecturas en la carpa: libros de autoayuda –tan populares entre los huelguistas-, la autobiografía de Gandhi. Ya plantó su árbol y tuvo a sus hijas. Dice que le falta tan solo construir su casa y escribir un libro –un libro de “lo suyo”, de circuitos eléctricos-. Que tal vez lo haga este verano. Pidió dos meses de licencia sin sueldo al IPN para acudir a la huelga de hambre. Podría estar trabajando y ganando dinero. Pero prefiere estar aquí, pasándola mal, con el estómago acalambrado y fuertes dolores musculares. Porque no va a volver a ocurrir: ya le robaron su trabajo una vez. Sabe que el tiempo se le acaba y que
tal vez no resista muchos días más. Pero está tranquilo. Como profesor, siempre le gustó poder enseñarle a sus alumnos –muchos de los cuales, por cierto, han pasado a visitarlo- la teoría combinada con la práctica. Sabe que así se aprende más y mejor. Al alejarme, dejo tras de mí a un hombre valiente. No alardea de nada, pero se mantiene firme como una esfinge en la tormenta. Yo me voy, él se queda. Los buenos profesores predican sus teorías con la práctica.

LUNES 7 DE JUNIO DE 2010

Nati - día 44


Nombre: Natividad Dávila Martínez

En huelga de hambre desde: 3 de Mayo

Edad: 25 años

Puesto en LyFC: Recursos Materiales

Se llama Natividad, y la llaman Nati. Me mira con suspicacia. Lleva los ojos perfectamente delineados y resulta difícil sortear su mirada inquisidora y escéptica. No confía en mí. ¿Por qué habría de hacerlo, si me presento como periodista? Por otra parte, siempre me es más difícil hablar con las mujeres y establecer un puente de confianza con ellas, por extraño que pueda parecer. Tal vez porque un hombre acepta con más ganas –o con algo más de ilusión- una entrevista con una chica. No lo sé. En cualquier caso, ellas no. Ellas están cansadas. Cansadas de dar entrevistas interminables a los grandes medios que luego no se muestran en televisión, como si se estuvieran burlando de
ellas, agotándolas a propósito. Cansadas del calor, del hambre, de la debilidad, del hastío y de la enorme indiferencia de unos pocos, que, sin embargo, condicionan a tantos. Cansadas, sobre todo, del silencio mediático que ignora olímpicamente su sacrificio. Y sin embargo, Nati se arma de paciencia y se dispone a contestar a mis preguntas. Con aplomo. Sin concesiones. Su madre, que ha venido a visitarla, se retira discretamente para que yo pueda hablar con su hija. Más tarde me daré cuenta de la importancia de este gesto. Pero de momento sólo le pregunto a Nati sobre su trabajo, sobre su vida. Trabaja en Recursos Materiales, donde despachaba cables, taladros, vales para gasolina, brocas, etc, a las cuadrillas de LyFC. Eso cuando había algo que despachar. Porque los pedidos llegaban con meses de retraso. O a veces, no llegaban nunca.

Toda su familia trabaja en LyFC, pero ninguno de ellos ha querido liquidarse. Es por eso que han tenido que venderlo todo. Poco a poco, la casa se ha ido quedando vacía. Le duele pensar en ello. Sin muebles. Sin adornos. Han vendido en el tianguis cuanto ha sido posible, y lo que no han podido vender, lo han empeñado. La pequeña sobrina de Nati ha aprendido que no debe hablar de comida enfrente de su tía. Tiene solo cuatro años, pero ya le pregunta a su madre, con exquisito tacto, si tenemos dinero para comprar un dulce. A Nati, sin embargo, no le importa hablar de comida. Tampoco a ningún otro huelguista de hambre. De hecho, les encanta. Es su manera de imaginar que no sienten esa hambre atroz que les rasga las entrañas. Porque casi todos han pasado ya el punto crítico: el momento en que al cuerpo se le agotan las reservas de lípidos y comienza a consumir sus propias proteínas. El momento a partir del cual las lesiones son irreversibles y el cuerpo se autoconsume. Ese momento suele presentarse entre el vigésimo y trigésimo día de ayuno y se reconoce porque tras muchos días de extraño, casi etéreo bienestar, los huelguistas se ven acosados por un hambre atroz. Es el grito del cuerpo famélico que clama por su sustento.

Todos los huelguistas sueñan con comida y por las mañanas se acercan a las bardas de seguridad para seguir con los ojoscómo los viandantes se comen sus tamales. Una de las ocupaciones preferidas del grupo de mujeres (a día de hoy quedan siete) es ver programas de cocina por televisión. Nati afirma que apuntan cuidadosamente todas las recetas en una libreta. También los hombres ven con ansiedad los programas de cocina. Uno de ellos incluso dice que cuando salga de aquí se hará chef. Dice Nati que se siente encerrada, que está cansada ya de dar vueltas sobre la misma baldosa. Algún desaprensivo les mandó una pizza una de estas noches. Pero, en general, la gente es solidaria.
Nati se conmueve al ver cómo gentes de todos lados se acercan para entregarles una botellita de agua. Gente que no tiene para comer, dice, pero que colabora con lo que puede. Y créanme que no es fácil conmover a Nati. Desengañada de un mundo injusto con ella, dice que lloró en los días que siguieron a la extinción. Tenía sueños. Mudarse tal vez con su novio, que viene a visitarla cada noche y hace guardias nocturnas en el “círculo blanco” que protege a los huelguistas de hambre, su novio, que aunque no es del SME, volantea como el que más. Casarse, estudiar la licenciatura que no pudo estudiar. Tener, en fin, una vida.

A pesar de que es aún muy joven, Nati es fuerte y dura. Adora a su madre (a quien llama, con mucho cariño, madre-hada) y dice que mi padre es el SME. Solo hay que mirarla a los ojos para saber que no lo dice de broma. Dice que ella no se va de aquí hasta que esto se arregle, y me la creo. Creció junto a su madre, acompañándola
desde muy pequeña a su trabajo en la sección de Tabuladoras en LyFC, bajo el atento ojo de las compañeras de trabajo de su madre. No tuvo más juguetes que las facturas desechadas y aprendió (y enseñó) a leer en los baños de LyFC. Algunos le dicen, medio en broma, que tras tantos años de vida en las oficinas ya debería estar jubilada. Abandonó sus estudios para cuidar a su madre cuando ésta tuvo fracturas múltiples a causa de una caída. Afirma con tremendo orgullo que su bisabuelo portó la credencial número 8 del Sindicato. En su casa son cinco mujeres y desde que todas perdieran su trabajo se han acostumbrado a largas sobremesas alrededor de un café: lo echa de menos. Su madre se acerca para despedirse de ella y aún tiene tiempo para hablar conmigo. De cómo nunca pudo contarle cuentos a su hija. De cómo le enseñó a ser honesta y a ganarse la vida trabajando duro. Les saco una foto juntas porque tengo la impresión que de algún
modo, si su madre no apareciera en la imagen, estaría contando una mentira. Luego, su madre se va. Nati me cuenta cuánto lloró su mamá cuando le dijo que se venía a la huelga.
Tú me enseñaste, la encaró Nati. Y es cierto.

VIERNES 11 DE JUNIO DE 2010

Carolina - día 48


Nombre: Carolina Cortés Camarillo

En huelga de hambre desde: 3 de mayo

Edad: 31 años

Puesto en LyFC: Controladoría general

En la carpa de las mujeres todo es distinto. Separada de las carpas de los hombres por un espacio de unos cuatro metros, se encuentra del lado de la catedral. Más cerca de dios, quizá. Las siete mujeres que se mantienen todavía en huelga de hambre vigilan celosamente su entrada. No hay, es cierto, ninguna barda que prohíba explícitamente entrar a esta carpa. Pero mientras las lonas que hacen las veces de puertas están permanentemente abiertas en las carpas de los hombres, las mujeres que se sientan frente a su puerta cerrada o semi abierta salen al paso de cualquier extraño que se acerque y educadamente lo atienden fuera. La carpa es suya: un pequeño espacio reservado para estar en soledad o
con los suyos, un cálido refugio que las arropa y las protege del griterío exterior. Hoy confieso que estoy contenta porque por primera vez -tras veinticinco días de constantes peregrinajes al Zócalo- me ha sido concedido el privilegio de entrar al santuario de las mujeres. Todo es más pequeño aquí, más íntimo. Almohadones en forma de estrella coronan los catres cubiertos con colchas de colores. Una gran televisión apagada refleja destellos de luz. Un niño muy, muy pequeño, corretea entre los catres. Es el hijo de una de las huelguistas.

Oración a San Judas Tadeo:

Oh glorioso apóstol San Judas Tadeo, siervo fiel y amigo de Jesús, el nombre del traidor que entregó a vuestro querido maestro a manos de sus enemigos y ha sido causa de que muchos os hayan olvidado, pero la iglesia os honra e invoca universalmente como patrón único de los casos difíciles y desesperados…

Carolina me recibe sonriente sentada sobre su catre. Tiene una sonrisa contagiosa y acogedora, de esas que hacen que inmediatamente te sientas en casa. Me ofrece una silla. Lleva el pelo recogido en una trenza de esas tan bonitas y tan complicadas que siempre he envidiado porque nunca me las he sabido hacer. Antes, dice, lo llevaba suelto. Pero aquí, con una sola ducha y pocos medios, le resulta difícil controlar su rebelde y alborotado pelo negro, y por eso se lo trenza. No va maquillada, pero se ve bonita incluso tras los afilados rasgos que le han dejado 40 días sin comer. Al cuello lleva un rosario dorado y me cuenta que cada mañana, al despertarse, le da las gracias
a Dios por estar viva un día más. Devota de San Judas Tadeo, patrono de las causas imposibles –terriblemente popular, por cierto, en esta huelga- y de San Pafnucio –patrono de las cosas extraviadas-, le reza al primero una oración cada noche y al segundo le ha hecho una manda de seis misas en su iglesia en la Calle de la Moneda si le devuelve su trabajo. Aunque su trabajo, puntualiza, en realidad no se extravió, sino que fue robado. Prometo entonces buscar en internet si existe algún patrono de las cosas robadas.

Rogad por mí, que soy tan miserable, y haced uso, os ruego, de ese privilegio especial a vos concedido de socorrer visible y prontamente cuando casi se ha perdido toda esperanza…

Trabaja en la Contraloría General, en la sección de contabilidad Iztapalapa, la misma delegación en la que vive con sus padres. La mayor de tres hermanos, entró a trabajar a LyFC muy joven, a los dieciséis años, cuando a su padre le fue permitido entrar a la empresa a alguien de su elección. Acabó la prepa pero no quiso ir a la universidad. Preferí el dinero, dice, siempre con su contagiosa sonrisa en los labios. Le gusta mucho su trabajo. Por sus manos pasaban los pagos a los grandes proveedores. Me explica la diferencia entre licitaciones y adjudicaciones directas: la adjudicación directa se produce cuando solo hay un proveedor de algún material. Como los medidores de luz, por
ejemplo, adjudicados a IUSA, la única empresa que los manufacturaba. En su departamento se realizaban también las penalizaciones a las empresas que no entregaban sus productos a tiempo. Recuerda –frunce el gesto al hacerlo, pero ni aún así parece realmente enfadada- cómo su departamento penalizó a IUSA por 17 millones de pesos a causa de una entrega tardía, solo para que tiempo después el subgerente de compras revirtiese la orden, ampliase a posteriori el plazo de entrega y IUSA nunca fuera penalizada. Algo similar ocurrió con Mercedes Benz. Muchas fueron las grandes empresas que se beneficiaron, sin justificación alguna, de estos tratos de favor que repercutían negativamente en las cuentas de LyFC. Pese a que la fibra óptica de LyFC ya ha sido licitada (licitada, si, aunque un solo grupo, formado por el consorcio Televisa-Telefónica-Megacable, competía) y entregada por 883 millones de pesos –cifra a todas luces ridícula comparada con
los 30.000 millones de pesos que le costó al erario público mexicano su instalación- Carolina cree en la victoria. Sonriente, plácida y tranquila, me cuenta cómo será.
Vendrá Martín un día, nos reunirá y nos dirá: hemos ganado…

Venid en mi ayuda en esta gran necesidad, para que reciba los consuelos y socorros del cielo en todas mis necesidades, tribulaciones y sufrimientos, particularmente para que regrese nuestro trabajo y para que bendiga a Dios con vos y en todos los escogidos por toda la eternidad…

La única soltera que queda en casa, Carolina adora su vida casera. Se levantaba cada mañana a las 5:30, se bañaba, se arreglaba y desayunaba un jugo preparado por su madre y tal vez un sándwich. Iba luego a trabajar y regresaba sobre las 16.30. Comía entonces con su padre y su madre. Luego lavaba los trastes y ayudaba a su madre o a su padre en las gestiones pendientes. Algún día salía a bailar -salsa, su gran pasión- con sus amigos al Nueva Cuba. Una vida feliz. Privilegiada, dicen algunos. Le quedaban diez años para jubilarse y tenía ya tímidos planes. Tener un hijo, tal vez. Ya ha decidido su nombre: Arturo, nombre de reyes antiguos. Prefiere un niño,
porque dice que los varones sufren menos, pero si fuese niña la llamaría Alondra. Tener un hijo y disfrutar del tiempo necesario para criarlo, para verlo crecer y jugar con él.

Me regala la oración a San Judas Tadeo que tiene en su libreta, escrita a mano. Quién sabe, tal vez yo también la necesite, y no está de más tenerla a mano. Me pide, luego, si puedo apuntarme una frase y tal vez ponerla en su entrevista. Es esta:abandonarse al dolor sin resistir, suicidarse para sustraerse de él, es abandonar el campo de batalla sin haber luchado. Es de Napoleón. Carolina escucha más de lo que habla, y pregunta más de lo que responde, pero aún así no logro enojarme, tal vez porque en esta
carpa, entre estas mujeres que anotan las recetas del canal once, me siento a gusto. No será hasta dos horas después, cuando salga de la carpa de mujeres, cuando me daré cuenta de que en realidad es Carolina quien me ha entrevistado a mí.

VIERNES 18 DE JUNIO DE 2010

Miguel Pérez - día 55



Nombre: Miguel Ángel Pérez López

En huelga de hambre desde: 28 de Abril

Edad: 50 años

Puesto en LyFC: Cables Subterráneos

Se llama Miguel. Viene dándome esquinazo desde el primer día. No le gusta estar bajo los focos, prefiere pasar desapercibido. A otros les gusta dar entrevistas. A él no. Pero es tan amable, tan simpático, tan divertido, que resulta imposible recriminárselo. Sentado sobre su “catre kingsize” –extravagante regalo que le hizo el personal de apoyo el 7 de julio, día en que cumplió 50 años, juntando su catre con otros dos catres vacíos y rellenando los huecos y las irregularidades con mantas y cobijas-
platica sobre la historia de su vida y su pasión por los perros con aire de comediante famélico. Junto a él ondea un colorido globo de cumpleaños que lo felicita por su 50 aniversario. “Cumplí aquí mis cincuenta años, y también mis cincuenta días en huelga de hambre” dice, orgulloso. Sólo él y Cayetano permanecen en la carpa grande donde hace cincuenta y cuatro días hubo treinta y seis personas. Miguel y Cayetano, Cayetano y Miguel, no se parecen en nada.

¿Qué lleva a un hombre, a una mujer, a arriesgar su vida? ¿Qué lo mantiene en pie? Sé –o creo saber- qué mantiene en pie a Cayetano. O más bien: quién. Cuenta con el incondicional apoyo de su esposa y sus hijas. Su esposa, una hermosa y aguerrida oaxaqueña, se ha convertido en la sombra de Cayetano. Está siempre con él, controlándole el pulso, dándole masajes, hablando con él. No me creerán, pero estoy convencida de que Cayetano y su esposa hablan en silencio. Pero, ¿y Miguel? ¿quién mantiene en pie a Miguel? Por más que lo miro y escruto todos sus gestos, no consigo entender de dónde saca la fuerza para seguir estando aquí. No tiene esposa ni hijos: vive con sus padres.
Tiene dos perros que adora y dice que cuanto más conoce a los hombres, más quiere a sus perros. Incondicional de Brasil, se levanta todas las mañanas a las 6 para ver los partidos del Mundial y se come sus diminutas raciones de miel, si no con ganas, al menos no con disgusto. En sus ojos brilla una ilusión incorruptible.

Él no es político, y de sindicalista tiene poco. Nunca quiso entrar a trabajar a LyFC, y mucho menos al terrible departamento de Cables Subterráneos. Pero el destino, escondido tras los consejos de su padre, quiso que a este hombre simpático y delicado le tocase en suerte laborar entre cables, lodo, ratas y cucarachas. El departamento de los hombres sin miedo. El departamento donde usted jamás enviaría a su hijo, donde los hombres mueren en la oscuridad, como mineros urbanos esclavos de los caprichos de Doña Electricidad. Dicen los medios que estos trabajadores son privilegiados porque se jubilan a los veintiocho años de servicio. Sin duda ellos no conocen el terror de los pozos y los
transformadores. Miguel soportó con aplomo su suerte hasta que tuvo un accidente con un transformador: le explotó en la cara y le quemó rostro y brazos. Conserva todavía cicatrices en las muñecas. Después de eso, fue transferido a oficinas, donde se desempeñó bien. Pero el destino volvió a alcanzarlo al cabo de ocho años: no podía continuar ascendiendo sin regresar a los pozos. Con el corazón en un puño, fue devuelto a la oscuridad de los cables. Él no quería, pero así son las cosas.

No es un cobarde. Aguantó varios años más de pozos subterráneos temiendo siempre un inevitable accidente. Su mayor temor era que algo malo les ocurriese a sus subordinados, de los cuales él era responsable. Se blindó contra ello escogiendo siempre a los mejores trabajadores y su plan funcionó: el temible accidente no los alcanzó nunca. Aún así, no pudo respirar tranquilo hasta que al fin, tras muchos años de trabajo subterráneo, pudo regresar a oficinas como sobrestante. He hablado con muchos hombres de Cables Subterráneos, y sé que todos tienen miedo. También sé que la mayoría de ellos no lo admitirá bajo (casi) ninguna circunstancia. Es un puesto de trabajo tan temible como los
de Líneas Aéreas, quizá más. Miguel es diferente: él admite su miedo sin complejos. En apariencia tal vez el más frágil de los huelguistas que representan a Cables Subterráneos, los ha visto partir a todos. Él permanece.

Nunca le gustó la política. De hecho, sigue sin gustarle. Conserva el mensaje que recibió el 10 de octubre a las 23:03. “Todos al SME. Tomó el gobierno las instalaciones. Pasa el mensaje”. Durante un mes se interrogó a sí mismo. ¿Debía liquidarse o luchar? Cambió de opinión seis veces al día durante treinta días sin llegar a ninguna conclusión. ¿Debía optar por el humillante camino fácil, o seguir la senda dura? Su hermano, sindicalista de pura sangre, escogió la liquidación. Miguel no le guarda rencor, ni a él ni a nadie. Escogió finalmente su senda, la de la resistencia, y una vez eligió el camino no se detuvo a mirar atrás. Para gran sorpresa de todos sus compañeros,
estuvo en primera línea en todos los enfrentamientos y recibió los golpes más duros. Al igual que entonces, ahora resiste en su huelga de hambre. Aunque su rostro está demacrado y las costillas ya se le deben marcar bajo la playera de Brasil, él no flaquea. No lo mueven ni el odio ni los principios sindicales. Tan solo la justicia en su sentido más puro, más real. No se ha pasado veintidós años realizando su temible trabajo para que ahora vengan a decirle que no merece su jubilación. Lo justo es justo, y esto que está viviendo, él lo sabe, es injusto.


MARTES 22 DE JUNIO DE 2010

Gregorio - día 59


Nombre: Gregorio Paredes Gómez

En huelga de hambre desde: 3 de Mayo

Edad: 46 años

Puesto en LyFC: Administrativo. Comité Central del SME

Se llama Gregorio. Cumplió cuarenta y seis años en la huelga de hambre. Nacido en el pequeño pueblo de Juandhó (Tetepango, Hidalgo. Unos mil habitantes; 95% de ellos electricistas) se mudó al casarse al vecino Tlahuelilpan, de donde es originaria su esposa. Es electricista de cuarta generación. Su bisabuelo comenzó la tradición y después siguieron su abuelo y su padre. También su hijo mayor había entrado a la empresa. El menor, en cambio, estudia en una universidad privada, mil ochocientos pesos el mes, y todavía le queda un año para terminar la licenciatura. Gregorio ha ido vendiendo sus tierras para continuar pagándole los estudios al menor de sus hijos. Estudia Administración de
Empresas.

Sobre el techo de la carpa, aproximadamente entre el contador de días (hoy van 59) y la entrada al campamento, hay una pancarta gigantesca, diseñada sin duda con la esperanza de que aparezca en alguna toma aérea. Malditos aquellos que con sus palabras defienden al pueblo y con sus acciones lo traicionan. La miro, y pienso entonces que tal vez no, que debo estar equivocada, que tal vez ha sido diseñada para que la lean desde Palacio Nacional. ¿A quién se refiere, si no, la frase que
apunta al cielo? ¿A Dios? Y si no se refiere ni a mí ni a ninguno de los que pasamos por allí, entonces ¿por qué me siento culpable al leerla? Mis palabras los defienden, un poco –apenas nada, en realidad-. Pero ¿y mis acciones? ¿no estoy acaso contribuyendo a su terrible empeño con mis visitas? Su empeño de muerte. Temo por sus vidas, pero no me atrevo a decirles: vete. Si lo dijera minaría la voluntad de estos hombres y mujeres. No diciéndolo, cultivo la culpa de un presagio espantoso. ¿No son acaso las palabras también una acción? Decirle a un huelguista “¡aguanta!”, ¿no es también una traición al deseo verdadero de que se vayan, de que se salven, de que vivan? Me pregunto si, al contrario que en la pancarta, los traiciono con mis palabras y los defiendo con mis acciones. Me pregunto si…

Juandhó no es cualquier pueblo, ni que sea porque de allí es originario el propio Martín Esparza. A Martín los huelguistas le llaman el General y tienen fe en él. También Gregorio, que además de ser del Comité Central es su vecino, confía en él. Cuando dicen “Juandhó” lo dicen con un deje especial, como quien deja caer una pista para quien sepa oírla. Cosas oscuras ocurrieron en Juandhó. Esa noche Gregorio no estaba. Fue por los tiempos de la huelga. Tal vez el 16 de marzo. No, fue el 17, de
noche –estas cosas siempre ocurren de noche-. La policía andaba buscando a alguien. O eso dijeron. Dos mil policías llegaron a un pueblo de mil habitantes. Entraron en las casas, rompiendo todo a su paso. Los hijos de Gregorio escaparon por la azotea. La PFP saqueó la casa. Gregorio no dice más: solo sonríe con tristeza (¡otra vez! esa enigmática sonrisa mexicana, sutil escudo contra la adversidad). Sin embargo, he oído otras historias. Historias que hablan de palizas y amenazas. Historias que suponen que la represión en el pueblo de Martín Esparza no fue en modo alguno casual, que todo fue un elaborado plan para quebrar la voluntad del líder sindical. Oscuros rumores de pesadillas nocturnas, rumores que hablan de amenazas de desapariciones. Le pregunto a Gregorio, pero él sólo sonríe: ni niega, ni afirma. La noche del 17 de marzo él no estaba. Alguien lo llamó: no vengas, te están buscando.

Una vez Gregorio estuvo en Colombia. Eso fue hace ya algunos años: gajes del oficio del sindicalista. Recuerda con claridad el espanto de ser recogidos por un coche blindado. Hombres con armas los custodiaron durante todo el camino. Todos portaban armas y chalecos antibalas. La delegación mexicana, muda del susto, descubría la literalidad del peligro de ser sindicalista en Colombia. Llegaron a una mina en huelga. De un lado, Gregorio vio al ejército, armado hasta los dientes. Del otro, los mineros, armados por igual. Todo estaba en calma. Ahora, México camina con paso firme hacia el perfecto ejemplo colombiano. Todo está listo para la interminable y fantasmagórica guerra civil: la miseria
mayoritaria abona el siniestro plantío de armas. El escenario del guión está trazado: junglas, desiertos, corrupción endémica, grupos de narcos reales o imaginarios en acción. Y solo falta ya prenderle la chispa: “se busca guerrilla, grupo armado o similar para suicidar país”. Que inconveniente que los zapatistas depusieran las armas ante la atónita mirada de un gobierno que tenía grandes planes para ellos. Que inconveniente que los mexicanos, no importa cuánto se les apriete el yugo, insistan tercamente en mantener una lucha pacífica. Qué tristeza darse cuenta de la perfección del juego: ya sea apropiándose de los recursos de la nación, o legitimándose mediante una lucha armada provocada por esos mismos despojos, ellos siempre ganan.

Ahora la esposa de Gregorio vende jugos de naranja en las mañanas. Su hijo menor es el responsable de ir a la central de abastos para surtir de mercancía a su madre: él debe cuidar de la casa ahora, además de priorizar sus estudios sobre cualquier otra cosa, por supuesto. Su hijo mayor sobrevive gracias a su afición a los gallos: se dedica a amarrarles las cuchillas. Si ganan la pelea, el 10% es para él. Lo que antes era un pasatiempo se ha convertido en su único sustento. La familia de Gregorio entendió en un principio que la huelga formaba parte de sus obligaciones sindicales. Hoy, más de cincuenta días después, van viendo que es algo más profundo. Que
Gregorio no lucha por obligación sino para devolverle la esperanza a los suyos: sólo quiere un empleo digno para sus hijos y que se respeten las leyes. Tal vez es pedir demasiado, porque con amargura ha aprendido en estos meses la veracidad del dicho:

SÁBADO 26 DE JUNIO DE 2010

Carlos - día 63


Nombre: Juan Carlos Trejo Álvarez

En huelga de hambre desde: 3 de Mayo

Edad: 30 años

Puesto en LyFC: Cables subterráneos (taller) / representante sindical

Se llama Juan Carlos. Unos le llaman Carlitos y otros le dicen “el grillo”, porque le gusta la política. Le digo que tiene cara de español y se ríe. Tuvo una bisabuela española, como muchos mexicanos. Sus papás son de Guanajuato, verdaderos chilangos emigrados por necesidad. Llegaron al Distrito Federal y tuvieron cinco hijos. Carlos recuerda infinidad de casas rentadas, o casas de parientes que les dieron acogida en aquellos tiempos de necesidad. No fue fácil, pero finalmente su padre encontró un buen puesto: en Ruta 100. Hasta una extranjera como yo ha oído hablar de Ruta 100, dos palabras que son como un redoble maldito, una invocación murmurada entre dientes, un mal presagio: esto va a ser lo mismo que Ruta 100, dicen algunos, refiriéndose al caso del Sindicato Mexicano de Electricistas. Ruta 100 en dos palabras: paraestatal quebrada. En México, la verdad, las empresas paraestatales [públicas] tienen una asombrosa capacidad para quebrar. Digo, considerando que uno de los rasgos que definen a las empresas públicas –o del Estado- es, precisamente, suinquebrabilidad.

Hace quince años quebró (nótese la cursiva) Ruta 100. La miseria llegó de nuevo a casa de Carlos. Gracias a Ruta 100, la calidad de vida de la familia había mejorado. El padre de Carlos había comprado un terrenito en Naucalpan y poco a poco fueron construyéndose su casa. Hasta que quebró la empresa inquebrable y los padres de Carlos se divorciaron. Fueron malos tiempos. Su padre se fue para no regresar hasta hace poco. Su madre quedó a cargo de cuatro hijos –la mayor ya se había casado- y sin
ningún recurso. Carlos tenía quince años y seguía en edad a la hermana mayor. Así que cuando su madre tomó la decisión de migrar a Estados Unidos [nota para lectores españoles: a Estados Unidos no se migra en avión] Carlos quedó a cargo de sus hermanos menores. Se puso a trabajar de lo que fuera. De lavaplatos, garrotero, lavacoches, donde fuera. Intentó compaginar el trabajo con los estudios pero abandonó el intento a los seis meses. Trabajó y trabajó para mantener a sus hermanos. Su madre mandaba dinero desde Estados Unidos. A Carlos la adolescencia se le escapó en un suspiro. Si, Carlos sabe muy bien qué ocurre cuando quiebran a una empresa pública: él ya lo sufrió una vez. Pensó tal vez que jamás volvería a ocurrir: se equivocaba.

En Naucalpan conoció a la que ahora es su esposa. Se casó con ella y continuó trabajando como mesero. Dice que fue horrible: ganaba bastante dinero, pero apenas tenía tiempo para convivir con su mujer. Fueron seis meses de sufrimiento, al cabo de los cuales su suegro, electricista jubilado, se apiadó de él y le propuso entrar a LyFC. Todos los empleados de LyFC tienen, en algún momento de su vida laboral, la opción a hacer entrar a otra persona en la empresa. Suelen aprovechar para darle paso a un hijo o a un hermano. En este caso, fue Carlos el afortunado. Cuando en su restaurante se enteraron de que Carlos iba a entrar en los próximos meses a LyFC, lo despidieron. Carlos no protestó.
Aprovechó el despido para vivir con ilusión el nacimiento de su hijo y más tarde, ya en LyFC, tuvo tiempo para convivir con su esposa y su hijo. Ocho horas para el trabajo, ocho horas para el descanso y ocho horas para estar con la familia: Carlos recita el lema sindicalista con fe y agradecimiento.

Me pregunto si la vida le ha dado a Carlos la oportunidad de reparar el error de su padre, liquidado de Ruta 100. Porque cuando lo imposible se repite los hombres y las mujeres tienen la oportunidad de enfrentarse a la historia para rehacerla. Su padre no luchó por su empleo usurpado. Carlos, en cambio, escogió pelear hasta el final. Redimir, tal vez, a su padre. Redimirse a sí mismo. No está siendo fácil. Le oculta a su esposa y a su suegro lo mal que se siente, y hace de tripas corazón para mostrarse entero. Pero cuando llueve, el Zócalo se encharca y la humedad se le mete en los huesos. Mareos, dolores, calambres, diarreas continuas. El cuerpo se alimenta ya del músculo y se come a sí
mismo. Carlos no pide la comprensión de nadie: solo su apoyo. Dice que firmar una liquidación voluntaria es tanto como un escupitajo en la cara. Que el gobierno piensa que todo se arregla con dinero. Y no es cierto. Porque él –ellos y ellas, los catorce huelguistas de hambre que permanecen contra viento y marea en esta carpa- siguen demostrándole a su país que la dignidad no se puede comprar ni vender. Porque –dice Carlos- que el hambre te tira, pero la dignidad te levanta.


MARTES 29 DE JUNIO DE 2010

Isaías - día 66


Nombre: Isaías Vázquez Guzmán

Huelga de hambre: 29 de abril – 27 de junio de 2010

Edad: 40 años

Puesto en LyFC: Cables Subterráneos – Instalación y mantenimiento

Se llama Isaías. Es hermano de Lupita. Sí, se parecen. Los mismos huesos finos, los mismos hermosos ojos rasgados, casi orientales, la misma voz suave. Y sin embargo ¡qué vidas tan distintas han tenido! Él es hombre. Ella es mujer. Se llevan apenas dos años de diferencia. Han cargado ambos con el machismo exacerbado de su
padre. A ella, Lupita, su padre le puso todas las trabas del mundo para entrar a LyFC. A él, Isaías, prácticamente le obligó. Isaías no habla mucho de su trabajo. Trabaja en Cables Subterráneos, en instalación y mantenimiento (instalación y amontonamiento, dice, y se ríe, supongo que debe ser una broma común entre los hombres que trabajan en esta sección). Es evasivo y se da un aire a una esfinge egipcia, tal vez por lo misterioso y enigmático. Responde sólo a lo que quiere. Cuando le pregunto si él es el hermano que ayudó a Lupita a enfrentar a su padre, sólo sonríe. No sé interpretar su respuesta.

No lo había visto hasta ahora. Su catre está atrás de todo, y él siempre anda leyendo. Será nuestra primera y última conversación en la carpa, porque el domingo, antes de que comience el fatídico juego México-Argenina, Isaías se irá. Al contrario que Lupita, no regresará a casa de su madre, sino a la de su compañera, con quien vive. La echa de menos. Ella es tal vez su único punto débil, el único flanco por donde se permite dudar, temer y esperar. Mientras la relación de su hermana naufragaba bajo el oleaje revuelto del caso LyFC la suya se fortaleció. Paradojas de la vida. Por como habla de ella me doy cuenta, también, que a pesar de todo Isaías no es de hierro. Aunque a veces
pueda parecerlo. Él es un hombre que se ha construido a sí mismo. Abandonó los estudios muy joven para retomarlos más tarde, ya en LyFC. A base de puro esfuerzo consiguió no solo acabar la prepa sino también una licenciatura en Matemáticas y una maestría en Inteligencia Artificial, todo eso mientras trabajaba. Comenzó, también, la licenciatura en Arquitectura, que ahora se plantea terminar. Sí, no cabe duda que Isaías es un hombre que se ha hecho a sí mismo –con ayuda del sindicato, esto es-. Procedente de una familia humilde, LyFC le dio la oportunidad de enmendar sus errores y construirse su vida ladrillo a ladrillo.

No le gusta nada el futbol. Prefiere la lectura. Cuanto más grande es la pantalla –dice, y señala hacia la enorme pantalla del Fifa Fan Fest- más grande es la mentira, más grande lo que tratan de esconder. Se revuelve, dolido, ante la escandalera del Mundial que ha aprendido a ignorar. A las seis de la mañana empieza el terrible ruido. Luego, después de los partidos, comienzan las misteriosas obras del Palacio Nacional o los conciertos en el Zócalo. Una auténtica tortura para un hombre, que, como él, ama el silencio y la quietud de su casa. Dice que aquí, en la lucha del SME, ha aprendido de nuevo las viejas lecciones de humildad y nobleza. Porque él, como tantos otros mexicanos,
creyó verdaderamente que su vida estaba solucionada, que nunca tendría que pedir la ayuda de nadie, que no necesitaba de los demás. Ahora sabe que se equivocó, como se equivocan los que, como él hizo un día, permanecen todavía en sus casas, la puerta cerrada, viendo la tele o leyendo un libro porque
esto no va conmigo. Y sin embargo, todos caerán tras el sindicato más antiguo de México, el más poderoso, el único capaz todavía de hacerle frente al gobierno. ¿Acaso no se dan cuenta? Y cuando eso ocurra ¿quién quedará para venir en su ayuda…?

Su maestro de ciencias naturales, don Servando, dijo un día una frase que no lo abandonó nunca. Dijo que estamos siendo y dejando de ser al mismo tiempo. Ahora la frase, sugerente y enigmática, regresa para revelarse bajo una nueva luz. Mientras su cuerpo se deshace, su mente se reacomoda y crece. Acaba de leerse El Retrato de Dorian Gray. Oscar Wilde tiene mucho éxito en esta huelga de hambre, o tal vez es simple casualidad. Ellos y ellas, los y las huelguistas de hambre, vinieron a cambiar el mundo para darse cuenta que antes tendrían que cambiar ellos mismos. Y cambiaron. Ninguno de estos hombres y mujeres es el mismo que cuando entró a la huelga de hambre. Porque como dijo don Servando, están siendo, pero también están dejando de ser. ¿Qué serán, cómo serán cuando abandonen este lugar? ¿Cuánto habrán cambiado? ¿Serán mejores o peores personas? ¿Quedarán transformados para siempre en héroes, como retratos, como Dorian Gray, atrapados en el mural petrificado de su propia leyenda? ¿O serán -como la golondrina del Príncipe Feliz- incansables mensajeros de la injusticia en busca siempre nuevos horizontes? Y tal vez, lo más importante: ¿qué seremos nosotros cuando esto termine? ¿qué seré yo? ¿qué serás tú? Preguntas inquietantes
para las que no tengo respuesta. Isaías tal vez sonreiría con su enigmática sonri

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