El Movimiento Feminista Latinoamericano Del Siglo XX Parte 1 |
Luis Vitale |
Parte 1 Las organizaciones feministas de 1as primeras décadas del presente siglo Durante las tres primeras décadas del siglo XX las mujeres latinoamericanas lograron crear organizaciones autónomas de carácter social y político. Si bien es cierto que la autonomía del movimiento feminista de aquella época no tenía el mismo carácter que el de las actuales organizaciones de mujeres, no deben minimizarse los esfuerzos de aquellas mujeres por darse una estructura organizativa autónoma. En la mayoría de los casos, el movimiento autónomo de mujeres tuvo como finalidad inmediata reafirmar el papel de la mujer en la sociedad, al luchar por sus derechos cívicos y culturales. La implementación de ese objetivo adquirió diversas modalidades en cada país latinoamericano. A principios de la década de 1920 se fundó en Cuba el Club Femenino para conquistar los derechos igualitarios de la mujer; en 1928 se creó la Unión Laborista de Mujeres para resistir a la dictadura de Machado y luego la Alianza Sufragista. En Ecuador una de las primeras organizaciones de mujeres, el grupo “Rosa Luxemburgo”, tuvo un carácter más proletario al estar integrado por trabajadores agrícolas y participar activamente en la primera huelga general de Guayaquil (1922); en 1920 se organizó el Frente Femenino Anticlerical y la Alianza Femenina, dirigida por Nela Martínez En Venezuela, las mujeres combatieron a la dictadura de Gómez a través de la Agrupación Cultural Femenina (1934); una vez muerto el tirano, esta organización junto a la Asociación Venezolana de Mujeres convocaron al Primer Congreso de Mujeres que planteó profundas reformas al Código Civil. En Puerto Rico se fundó en la década de 1920 la Asociación Feminista Popular, presidida por Franca de Armiño, líder tabaquera de la Federación Libre de Trabajadores. En Perú, María Jesús Alvarado creó en 1915 el grupo “Evolución Femenina”, y en Bolivia fue fundada en 1927 la Federación Obrera Femenina de La Paz. En la Argentina las mujeres anarquistas y socialistas promovieron las primeras organizaciones de mujeres: la Unión Gremial Femenina, integrada básicamente por proletarias; el Centro Socialista Femenino y el Consejo Nacional de Mujeres. Un paso superior de organización más autónoma fue la Unión Feminista Nacional (1918), cuyos objetivos eran la emancipación civil y política de la mujer, la elevación de su nivel cultural y el derecho a percibir igual salario que el hombre por el mismo trabajo. Luego, se creó la Liga de los Derechos de la Mujer, presidida en 1922 por Julieta Lanteri Renshaw, quien decía en una de sus cartas: “arden fogatas de emancipación femenina, venciendo rancios prejuicios y dejando de implorar sus derechos. Estos no se mendigan, se conquistan”1 En Chile, Amanda Labarca fundó el Consejo Nacional de Mujeres en 1919, cuatro años después que el Círculo de Lectura. Al año siguiente surgió el Club de Señoras, integrado por mujeres de la alta y mediana burguesía, encabezada por Delia Matte Izquierdo. Por su parte, las mujeres de origen obrero formaban en la pampa salitrera los “Centros Belén de Sárraga”. El movimiento adquirió características más feministas con la fundación del MEMCH (Movimiento de Emancipación de la Mujer Chilena) en 1936, bajo la orientación de Elena Caffarena.2 A través de su periódico La Mujer Nueva se criticó la discriminación de la mujer en el trabajo y la educación, logrando que la mujer pudiera postularse a cargos públicos. Invitaron a las empleadas domésticas a ingresar a sus filas para contribuir a la organización sindical. Promovieron un proyecto de ley de desayuno escolar gratuito, criticando la explotación de los menores de edad. El MEMCH alcanzó a realizar dos Congresos Nacionales: en 1937 y 1940. En Uruguay, María Abella de Ramírez crea en 1911 el primer grupo feminista: la “Sección Uruguaya” de la Federación Femenina Panamericana. Varios años antes las mujeres anarquistas habían formado Sociedades de Resistencia de lavanderas, planchadoras y costureras, destacadas por María Collazo en el periódico La Batalla. En 1916, por iniciativa de una de las más importantes feministas, Paulina Luisi, se funda el Consejo Nacional de Mujeres, “integrado por varias asociaciones federadas que enviaban sus delegadas y funcionaban en base a comisiones especializadas en distintos temas. Finalmente en 1919 se creó la Alianza Uruguaya por el Sufragio Femenino, derivada de una comisión del Consejo Nacional de Mujeres”3, que publicaba la revista Acción Femenina. Paulina Luisi se dio cuenta de que era fundamental combinar los postulados feministas con las reivindicaciones económicas y sociales de las trabajadoras, creando en 1923 la Alianza Uruguaya de Mujeres. En una nota dirigida a éstas, especialmente a las planchadoras que laboraban en talleres, manifestaba: “La Alianza Uruguaya de Mujeres espera de la cooperación de todos los elementos para poder desarrollar con eficacia el vasto programa que tantas iniciativas de mejoras sociales encierra, y en especial solicita el concurso de todas aquellas mujeres que al afrontar valerosamente la vida por medio del trabajo honesto que dignifica y enaltece están más en contacto con la necesidad de esas mejoras”.4 Como puede apreciarse, ya en la década de 1920 estaba planteada para el movimiento feminista la necesidad de ligarse estrechamente a las mujeres de la clase trabajadora con el fin de romper el aislamiento y evitar cualquier desviación elitista. Precisamente, uno de los países donde el feminismo surge ligado a las luchas populares es México. El contexto de la revolución (1911-1920) fue decisivo para la realización del Primer Congreso Feminista, realizado en Mérida en 1917, donde miles de mujeres indígenas, campesinas, obreras y de capas medias resolvieron: “En todos los centros de cultura de carácter obligatorio o espontáneo se hará conocer a la mujer la potencia y la variedad de sus facultades y la aplicación de las mismas a ocupaciones hasta ahora desempeñadas por el hombre (...) Fomentar los espectáculos de tendencias socialistas y que impulsen a la mujer hacia los ideales del libre pensamiento. Instituir conferencias periódicas en las escuelas, cuya finalidad sea ahuyentar de los cerebros infantiles el temor de un Dios vengativo e iracundo que da penas eternas (...) Que se eduque a la mujer intelectualmente para que puedan el hombre y la mujer complementarse en cualquiera dificultad y el hombre encuentre siempre en la mujer un ser igual a él. Que la joven al casarse sepa a lo que va y cuáles son sus deberes y obligaciones; que no tenga jamás otro confesor que su conciencia(...). No habiendo diferencia alguna entre su estado intelectual y el del hombre, la mujer es tan capaz como éste de ser un elemento dirigente de la sociedad’ 5 Pronto surgieron Ligas de orientación feminista, exigiendo dotación de parcelas e implementos de labranza para las mujeres, igualdad de salarios y ampliación de la educación popular. Se abordaron temas considerados tabúes en aquella época, como el aborto y la prostitución, el amor libre y el divorcio. Las campesinas cuestionaron el Código Agrario, que establecía prioridad para los hombres en la dotación de tierras sobre la mujer en las mismas condiciones, es decir jefe de familia. Otra relevante experiencia de las mujeres mexicanas fue el Frente Unico Pro Derechos de la Mujer, cuyo momento de auge se dio entre 1935 y 1938. Este movimiento, que había comenzado con la movilización para la Asamblea Constituyente de la República Femenina, llegó a aglutinar más de 50.000 afiliadas, motivadas tanto por reivindicaciones específicas de la mujer como por planteamientos sociales y políticos, entre los cuales estaba el no pago de la deuda externa. Al decir de una de sus dirigentas, Adelina Zendejas, la mayor virtud de este Frente fue tomar los problemas de la mujer “desde los más simples hasta los más altos (...)se movilizaba no sólo a las mujeres que estaban en las listas, que eran militantes, que cotizaban, sino a todas las de la región(...). Cuando a una lo que le interesaba era el agua o la tierra, pues juntaba a todas las campesinas, y éstas venían en masa; conseguíamos eso, aunque fuera chiquito, y entonces las simpatizantes se iban a su lugar de origen a trabajar”.6 El Frente Unico Pro Derechos de la Mujer no alcanzó a ser una organización plenamente autónoma por el control ejercido desde el inicio por los partidos. No obstante, sirvió para que muchas mujeres hicieran una importante experiencia, desarrollándose en su seno una tendencia auténticamente feminista que provenía de la “República Femenina”. Una de sus críticas a la dirección del Frente decía: “es ingenuo en unos casos, y canalla en otros, hacer circular el concepto de que la liberaci6n de la mujer vendrá como consecuencia de la liberación del trabajador o que la liberación de la mujer pueda realizarse hasta después del triunfo de las clases trabajadoras sobre la capitalista, ya que los antagonismos entre la vida de la mujer y del hombre en relación con la vida biológicamente diferente no se terminan con el triunfo de dicha clase, y es también falso asentar que la clase trabajadora misma llegue a triunfar permaneciendo sin resolver el problema de la mujer en su aspecto específico”.7 La conclusión lógica de este planteamiento fue estructurar organizaciones autónomas de mujeres para “formular primeramente su programa de principios e incorporarlos al de la clase trabajadora reforzando las demandas de ésta, en intercambio obtener el apoyo para las demandas especificas de la mujer y utilizar el aparato político cuando ella lo necesite en relación a su causa”.8 Sin embargo, las militantes de la tendencia “República Femenina” sólo lograron algunos avances en las comunidades de Michoacán y Zacatecas en torno a guarderías, cooperativas de consumo y créditos para campesinas, siendo saboteadas por la mayoría de los partidos políticos del Frente. Del seno de las organizaciones sociales y culturales de mujeres surgieron los primeros partidos feministas. En este caso, la autonomía del movimiento feminista se expresó en el plano políticoorganizativo. Uno de ellos fue el Partido Femenino Republicano, fundado en el Brasil en 1910, dirigido por la profesora Leolinda de Figueiredo Daltro, que proclamaba “la emancipación de las mujeres brasileñas”, defendiendo específicamente “que los cargos públicos estuviesen abiertos para todos los brasileños, independientemente del sexo”9 otro, el Partido Feminista Nacional, creado en la Argentina en 1919, cuyas acciones en pro del voto femenino hemos analizado en páginas anteriores. María Abella de Ramírez dijo entonces: “propongo la constitución de un partido feminista para luchar por la modificación de leyes que postergan a la mujer”.10 De inmediato se postuló a Julieta Lanteri como candidata a diputada nacional. En Chile se fundó en 1919 el Partido Cívico Femenino, a iniciativa de Esther La Rivera, Berta Recabarren, Graciela Mandujano y Graciela Lacoste. Rápidamente se extendió a Quilpué, Concepción y otras regiones del país. Al igual que otras organizaciones feministas latinoamericanas, tuvo un nutrido intercambio con sus hermanas del mundo. “Sus estatutos fueron elaborados después de un interesante intercambio epistolar con todos los movimientos feministas de habla hispana de la época, los que, en singular espíritu de internacionalismo feminista, facilitan la tarea a sus hermanas chilenas. Así, se reciben estatutos del Consejo de Mujeres Feministas de Montevideo (1916-1919); estatutos del Consejo Supremo Feminista de Mujeres Españolas y ejemplares de la revista Redención, además de los estatutos de la Liga Española para el Progreso de la Mujer, primera entidad feminista creada en España. De la Argentina se reciben los aportes de la Liga de Derechos de la Mujer y de la Secretaría General del Partido Feminista Nacional. Con todos estos aportes en 1922 se plasman los estatutos del Partido Cívico Femenino, que en síntesis propone: conseguir reformas legales para que la mujer pueda tener los derechos que por tanto tiempo se le han negado (voto y derechos civiles) (...) autonomía e independencia de toda agrupación política o religiosa; abolición de todas las disposiciones legales y constitucionales que colocan a la mujer en una inferioridad indigna”.11 Este partido editó durante más de diez años la revista Acción Femenina, llegando al inusitado tiraje de 10.000 ejemplares, donde entre otras cosas se propone “el voto municipal, a modo de ensayo-aprendizaje para el voto total. Debido a ello, el Partido se lanza en campaña y movilización pro voto municipal, en el entendido de que la administración comunal edilicia se halla más cerca del ámbito femenino (la economía del hogar) que del masculino, que lo desvía a politiquería”. Esta publicación también critica el dogma de que la única escuela de la mujer es el matrimonio, “inercia que ha deformado su cerebro”. Se pregona la coeducación en los colegios y se denuncia la enseñanza dada a las mujeres pobres por las damas de caridad. Acción Femenina combate los prejuicios en relación al trabajo femenino, presentando estadísticas del número creciente de mujeres en las fábricas, comercios, campos y otras empresas. El Partido Cívico Femenino da “conferencias en centros obreros femeninos sobre higiene, conocimientos de cultura cívica y, en especial, sobre el inicuo sistema de explotación del trabajo de la mujer proletaria”.12 Un cuarto de siglo después, en 1946, María de la Cruz, bajo la influencia de Eva Perón, funda el Partido Femenino, que va a jugar un papel decisivo en el triunfo del candidato populista Carlos Ibáñez del Campo. María de la Cruz se convirtió entonces en una de las primeras mujeres chilenas en llegar al cargo de Senadora, con la más alta votación en su circunscripción electoral de Santiago. Fue violentamente atacada tanto por los hombres y mujeres de derecha como de izquierda, que piden su desafuero parlamentario. “La acusación [presentada por tres mujeres] denuncia compromisos ideológicos con el justicialismo y comportamiento no honorable de la senadora en relación con una importación ilícita de relojes: es el momento de parar en el Honorable Senado la intromisión del Partido Femenino y a esta mujer de feminismo insolente. María de la Cruz es desaforada por la mayoría de sus miembros permanentes, desestimándose una recomendación en contra interpuesta por la Comisión parlamentaria investigadora(...). La caída de María de la Cruz como senadora significó la deserción de la gran mayoría de las mujeres, tanto miembros del partido como independientes, quienes, sin comprender ni asumir que éstas eran contingencias propias de toda organización política, llegaron a aceptar que ‘no estaban preparadas’ para la política(...). La verdad es que las feministas del PFCH se vieron atrapadas por la misma rigidez de sus principios. Esto no tanto por el hecho de la condena pública, sino por el abandono de la lucha y del campo político que hicieron las mismas mujeres, puesto que, luego del incidente, no volvió a constituirse partido alguno de mujeres hasta el día de hoy en nuestro país. Nunca más — salvo los atisbos del feminismo actual— las mujeres quisieron asumir el derecho y la voluntad de hacer política autónoma. De allí en adelante pasaron a integrar y sacralizar, como única manera justa, verdadera, de hacer política, la realizada desde los departamentos femeninos de los partidos.”13 Estos intentos de estructurar partidos feministas se dieron en otros países, como el Uruguay en 1937 con el Partido Democrático Femenino, pero pronto entraron en crisis. El carácter autónomo de éstas y otras organizaciones sociales y culturales femeninas de las primeras décadas del presente siglo se fue perdiendo a medida que el movimiento perdió dinamismo en sus luchas, conformándose con pequeñas conquistas, haciéndose reivindicativista y, sobre todo, subordinándose a los partidos de centro y de izquierda. El sectarismo de estos partidos y la habilidad de la burguesía y de la Iglesia para canalizar el emergente movimiento feminista fueron decisivos en el proceso de mediatización de la autonomía de las organizaciones de mujeres. El renacer del feminismo (1970-80) Después de casi tres décadas de estancamiento, e inclusive de retroceso en algunos países, el movimiento feminista latinoamericano irrumpió con fuerza a principios de los años setenta. Cabría entonces preguntarse por qué se produjo ese notorio descenso del feminismo entre 1940. y 1970, aunque no así de la participación siempre activa de la mujer en las luchas sociales y políticas. Una de las causas parece haber sido el relativo conformismo que suscitó la obtención de algunas conquistas largamente anheladas, como el derecho al voto y otras reformas del Código Civil relacionadas con la familia. Sin embargo, esta explicación no es suficiente, por cuanto el feminismo de las tres primeras décadas del presente siglo no fue meramente reivindicativista. Julieta Kirkwood intenta dar una respuesta para el caso chileno: “Varias veces nos hemos preguntado por qué esa enorme preocupación de las mujeres intelectuales y políticas de la época de los inicios y ascenso del feminismo por la problemática específica de la mujer es abandonada por las siguientes generaciones de mujeres políticas progresistas(...). Que las mujeres de la derecha no lo asumieran era ser consecuente con su ideología del Orden(...). Nos parecía extraordinario que no se hubiese retomado el tema pese al enorme acceso relativo en las últimas décadas de algunas mujeres a la educación, a la cultura e incluso a la vida política partidaria (...) No es que no existiera preocupación alguna sobre la condición de la mujer. Se la estudia, moderadamente, pero desde una perspectiva en que el verdadero protagonista de ese análisis no es precisamente la mujer en sí, sino que se la toma como otro elemento—posible o no— de ser incorporado en un proceso de liberación global, ya en marcha, ya elaborado, al cual la mujer había de sumarse posteriormente, y cuya forma de inserción dependería fundamentalmente de su adscripción o pertenencia a clases sociales y a la eventualidad de poseer una adecuada conciencia de clase(...). Se coloca así a la doctrina fuera del alcance de las llamadas ‘contradicciones secundarias’, entre las cuales el problema de la emancipación de la mujer guardará aplicado silencio, y las mujeres, sus virtuales sostenedoras, entregarán su laborioso afán a la gran causa social(...). Esta secundariedad en la definición y categorización del problema femenino ha tenido efectos posteriores: en primer lugar el silencio que nos inquietaba. Las mujeres más conscientes política y socialmente —en términos de liberación y lucha de clases— no se perciben a si mismas, primero, como mujeres, sujetos de reivindicación propia, sino como ciudadanas —aunque aceptando peculiaridades jurídicas que desmienten la igualdad— y como miembros de una clase social determinada. Esta imagen política configura toda una conducta de apoyo a la lucha que llevan los ciudadanos neutros —los hombres— a través de sus vanguardias —los partidos políticos— definiendo ellos todo el quehacer político e intelectual de las mujeres (...) pocas mujeres, harán de la mujer el objeto de su inquietud o preocupación política e intelectual; y cuando lo hacen, poquísimas, casi ninguna, se identifica con ese objeto de análisis que son las mujeres: esas ‘otras mujeres’, las no incorporadas, las domésticas, las que no participan(...). Sólo se aceptaba (por las mujeres políticas) la condición sometida de las mujeres pobres en tanto pobres y en tanto sometida junto a la familia al sistema capitalista. La lucha entonces que se reconoce es solamente la lucha de clases(...). En un momento en que el protagonista principal es la liberación, el tema de la integración a una sociedad en desarrollo pasa a ser prioritario. Este rasgo aparece en todos los estudios de la mujer del período: incorporación a la vida urbana, cívica, a las profesiones, como estudiante. El problema real, desde una perspectiva feminista, es que estos estudios, al no asumir la contradicción entre la liberación global y la femenina, proponen una forma de integración social de la mujer que implica una aceptación de la desigualdad. Es, en otros términos, una integración subordinada a la nueva sociedad, legitimada por la propia acción y el conocimiento de las mujeres”. 14 Esta explicación sobre el estancamiento del movimiento feminista ocurrido entre 1940 y 1970 podría ser complementado por el creciente papel que juega el Estado en la educación y otras áreas de la sociedad civil, además de la expansión de los medios de comunicación de masas que transmiten la ideología patriarcal de la clase dominante. Asimismo, es necesario considerar en las tres décadas mencionadas el ascenso de las organizaciones sindicales y de barrios que logran canalizar a las obreras y empleadas de vanguardia. Las militantes de los movimientos sociales y políticos tuvieron, pues, mas espacios para realizarse como seres humanos en pos de la abolición del capitalismo, pero al mismo tiempo se achicaron sus fronteras propias para la creación de grupos autónomos de mujeres. Una vez más nos permitimos insistir en la distinción entre movimiento feminista y protagonismo social de la mujer. Mientras el feminismo se estanca durante las décadas del 40 al 70, la participación de las mujeres en lo social y político aumenta significativamente, como nunca antes había sucedido de manera tan masiva en la historia de América Latina. Este fenómeno —que tiene su substratum en la incorporación de la mujer al trabajo llamado productivo— constituirá la base esencial para el despegue del feminismo en la década del 70. Las ideas, el programa y los métodos de lucha del movimiento feminista latinoamericano de los dos últimos decenios fueren notoriamente influenciados por las europeas y norteamericanas. Sin embargo, con el transcurrir del tiempo, de un tiempo de práctica social, el feminismo latinoamericano empezó, desde 1980 aproximadamente, a adquirir una fisonomía propia y diferenciada, más apegada a la especificidad de nuestra América indo-afro-latina. Podría, entonces, hacerse una periodización del movimiento feminista contemporáneo de América Latina: a) De 1970 a 1980: fase de gestación de grupos que, siguiendo el ejemplo de las compañeras europeas y norteamericanas, teorizan y configuran un programa estratégico de emancipación de la mujer, que combinan con acciones por el derecho al aborto y al divorcio, por el reconocimiento de los hijos llamados Ilegítimos, por la patria potestad, la denuncia pública de la violación, los golpes y el maltrato machista, por el libre uso del cuerpo y contra la discriminación a la homosexualidad y al lesbianismo, por un mayor conocimiento de la sexualidad femenina y una relación sin prejuicios con i cuerpo tendiente a mejorar su autoimagen.15 Se cuestiona el autoritarismo tanto del Estado como de los partidos y la educación. Comienza un rescate del pasado de luchas de la mujer con el fin de reconocerse en su propia historia, de “apropiarse” a través de la memoria histórica de las diversas modalidades de la opresión, probando que el feminismo tiene un basamento que viene desde el fondo de la historia. Al igual que otros movimientos sociales —como el del proletariado que a principios del siglo XIX destruía las máquinas (luddistas), algunas feministas de los años 70 cayeron en una variante de “infantilismo” al emprender una campaña antihombre, que, fue hábilmente utilizada por la burguesía y los partidos para desprestigiar al feminismo, inclusive ante las propias mujeres, muchas de las cuales respaldaron demandas concretas, como el aborto y el divorcio, levantadas por los grupos feministas, pero criticaron la orientación antihombre por entender que reemplazaba la lucha de clases por la lucha entre sexos. Este “infantilismo”, propio de todo movimiento que insurge con la fuerza de la verdad y la justicia, aisló en parte a los grupos autónomos, especialmente a los de carácter “intimista”, aunque los reafirmó en su identidad y su programa estratégico por un nuevo tipo de sociedad alternativa. Al mismo tiempo, se fue generando una nueva forma de discutir y de hacer política, transformando en público lo privado y socializando el conocimiento de manera más generosa que en los partidos y organizaciones sociales dirigidos por hombres, cada vez más competitivos por el micro y el macro poder. En el nivel de organización se estructuraron grupos autónomos de mujeres que pronto chocaron con las militantes de partidos, quienes de manera antidemocrática se negaron a aceptar el derecho de las demás a la autonomía. b) De 1980 en adelante, fase caracterizada por una mayor comprensión de los grupos feministas autónomos hacia los sectores de mujeres más explotadas y oprimidas: obreras, campesinas, pobladoras o habitantes de los barrios. Hay un cambio de táctica, al entender que los planteamientos tajantes del feminismo chocaban con los prejuicios sociales y sexuales de la propia mujer latinoamericana. Se empieza a analizar la relación etnia-clase-sexo-colonialismo foráneo e interno y a comprender la diferencia entre movimiento feminista y protagonismo de mujeres de vanguardia en las luchas sociales, profundizando el diálogo y el accionar conjunto por problemas comunes con mujeres que no han accedido aún a la conciencia feminista. Se comienza a superar el abismo entre lucha antipatriarcal y combate antiimperialista y anticapitalista, planteando la necesidad de una sociedad alternativa al capitalismo y, al mismo tiempo, crítica del llamado “socialismo real” o burocrático, donde superviven formas de machismo y patriarcado. Aunque esta corriente feminista revolucionaria no es mayoría, refleja hasta qué punto el feminismo latinoamericano ha acentuado su proceso de politización. El régimen de dominación ejercido sobre la mujer —que es discriminada y marginada como cualquier otra minoría, aunque sea mayoría en el conjunto de la población— le permite comprender el hondo significado de la opresión de los indígenas y negros, buscando la alianza con estas minorías y con otros sectores explotados. Las mujeres han dicho claramente que respaldan la lucha de estos sectores, pero también reclaman su apoyo. Grupos de mujeres están a favor de alianzas con el proletariado, pero sobre la base de que éste respalde sus demandas específicas. Así, el feminismo latinoamericano ha iniciado un proceso embrionario de ligazón con otros movimientos sociales, como el ecologista, sindical, barrial y cultural. En tal sentido, se están haciendo experiencias importantes en México con la creación de organizaciones autónomas de mujeres en los sindicatos, barrios populares y en el campo; partiendo del nivel de conciencia real de las mujeres explotadas y oprimidas, se adecua el programa de reivindicaciones a las necesidades más urgentes que plantean esas mujeres, sin dejar de lado la difusión de los objetivos estratégicos de liberación. Inclusive, se ha generalizado la consigna “maternidad voluntaria” en lugar del derecho al aborto, con el fin táctico de no hacer corto circuito. El feminismo peruano también ha implementado trabajos con las mujeres de los sectores populares, especialmente de las llamadas barriadas. En una publicación de Acción para la Liberación de la Mujer Peruana (ALIMUPER), Ana María Portugal plantea que “el trabajo femenino socialista debe estar orientado a reclamar como algo prioritario mejores condiciones de vida para las hermanas más oprimidas. Exigir viviendas adecuadas, medicinas, seguridad laboral, derecho a la educación, creación de guarderías, comedores y lavanderías comunales, igual salario por igual trabajo, derecho de licencia por maternidad para empleadas domésticas como puntos centrales de un programa de acción, es hacer política feminista revolucionaria, aunque estos puntos sean únicamente propuestas reformistas dentro del marco de una sociedad capitalista avanzada. Sin embargo, tales reivindicaciones se convierten en propuestas revolucionarias en la medida que es indispensable modernizar la sociedad para elevar, también, el nivel de las demandas y sobre todo porque canalizan la ira de las mujeres en una protesta contra el sistema y contra sus instituciones. Mientras que el aborto y los anticonceptivos son considerados reformistas en los programas del feminismo anglosajón, aquí son reivindicaciones revolucionanas, pues habrán de socavar, entre otras cosas, la ideología puritana y antisexual de un sistema que envía a los adolescentes varones a iniciarse con prostitutas, en cuanto que sus novias deben practicarse operaciones para restaurar la virginidad antes de la boda”.16 En Colombia, Ecuador, la Argentina, Uruguay y el Brasil, las organizaciones feministas realizan , asimismo , actividades en los barrios, en el campo y en los sindicatos, llegando en la mayoría de esos países a efectuar periódicamente Encuentros de la Mujer Trabajadora. En Chile, bajo la tiranía de Pinochet, los grupos feministas han sabido combinar la lucha antidictatorial con las reivindicaciones específicas de la mujer, levantando la consigna “Democracia en el país y en la casa, ahora”, aprobada por más de 5000 mujeres en un acto realizado a fines de 1984 en el Teatro Caupolicán de Santiago. Al mismo tiempo se ha reabierto el diálogo con las militantes de partido, algunas de las cuales también han madurado, integrándose a los grupos feministas en una forma de doble militancia, que sigue siendo conflictiva pero asumida con responsabilidad. Sin embargo, todavía existe un vasto segmento de mujeres militantes de partido que quieren seguir manipulando a los grupos autónomos con el fin de sacar resoluciones forzadas que lleven agua al molino partidario. Esta contradicción entre militantes de las organizaciones autónomas de mujere y militantes de los partidos será superada en el combate común, si estas últimas acceden a la comprensión de que por encima de sus partidos están los intereses históricos de liberación de la mujer. La posición crítica de las feministas a las estructuras partidarias se ha expresado en variadas experiencias, como por ejemplo la del grupo “Persona”, creado en 1978 en Venezuela: “planteábamos —recuerda Marisol Fuentes— la autonomía respecto de los partidos y los hombres. La línea se discutía cada día, nos oponíamos a las estructuras partidistas. Eramos bien anarquistas, nuestro lema era ‘unir fuerzas para cambiar la vida’. Había que crear otro tipo de organización que funcionara, no queríamos un Comité Central que discute y da la línea a los de abajo, había que sustituirlo con otro tipo de organización, pero no se dio; aparentemente se necesitaba de un liderazgo para que funcionara”.17 Esta deficiencia también fue reconocida por sectores del feminismo mexicano: “La actitud maniquea —anota la revista FEM— de rechazo a las formas organizativas políticas tradicionales por considerarlas ‘masculinas’ ha llevado a un desgaste de fuerzas. La falta de estructura explícita (en los grupos feministas) ha permitido que se maneje el poder de manera personalista”.18 En Colombia y Ecuador los grupos feministas están en un importante proceso de maduración en las relaciones con las militantes de partido, sin perder su autonomía. En Chile al fragor de la lucha de la resistencia contra la dictadura de Pinochet se ha establecido una especial relación entre las feministas y las militantes de partido, al decir de Julieta Kirkwood: “Trabajan unidas en acciones, elaboran y apoyan propuestas y experimentan la unidad política de propósitos democráticos. Se movilizan también unidas en gran número en actos propios y en las protestas nacionales. Tal vez por eso mismo el enfrentamiento ideológico, cuando surge, aparece cargado de recelos, de estereotipos. La discordancia se hace sólida, vértice que abre y separa a lado y lado movimientos, bloques, filas cerradas. Se percibe una clausura del debate y del entendimiento (...) Ambas, feministas y políticas, parecieran estar de acuerdo y coincidir en un propósito: lograr el reconocimiento de la posibilidad histórico-civilizatoria de la emancipación de la mujer. En lo que no pareciera haber acuerdo, ni pleno ni absoluto, es en los fines, objetivos, métodos, teoría, praxis y prioridades que asume y asumirá la emancipación global de la sociedad(...). La una se refiere a la necesidad de un hacer política desde las mujeres y a partir de sus propias carencias y alienaciones. La otra, la tradicional, sería simplemente la suma y la insereia5n masificada de las mujeres en una propuesta política anterior al planteo de sus necesidades, en el supuesto de que éstas serán incorporadas en el futuro(...). Uno, resumido en la frase ‘No hay feminismo sin democracia’ y otro en el aserto ‘No hay democracia sin feminismo’ 19 La mayoría de los grupos feministas aún no han esclarecido su estrategia de poder. Han avanzado en el tratamiento de las relaciones de poder intra-pareja y a nivel de la vida cotidiana; pero queda mucho por discutir acerca de la estrategia del poder político. |
miércoles, 10 de febrero de 2010
Movimiento Feminista Latinoamericano 2010
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